︎Naranjo, LÚ’s answer
︎Mango, KAYLA
Queridas Lú y Kayla,
De pequeña pasé muchas horas en el coche. Recorrí la bota del sur al norte y del norte al sur en dieciocho horas de viaje por dos, a veces menos, dependiendo de la aceleración del pie sobre el pedal, y cuando mi padre conducía entre ritmos de música e improperios, mi hermana y yo dormíamos cerca de los bultos de mudanza, y despertábamos para refrescarnos en los baños de alguna gasolinera o para comer ricos bocatas de spianata calabra, en caso de que estuviésemos ya próximos al estrecho de Mesina. Estos movimientos de abajo hacia arriba y al revés empezaron en el año 2003 cuando mis padres vieron en el norte la promesa de otro futuro profesional. Duraron hasta el 2011. A partir de este momento decisivo no supe si llamar casa al sur, donde dejé a mis abuelos y al campo, o al norte, que con disfraz reticente nos acogía en su desafección hacia la Italia meridional.
Al igual que vosotras, a menudo mentí sobre mis orígenes. Más que mentir, omití. Lo hice en parte porque llegué en mi adolescencia a rechazar mi raíz siciliana, interiorizando la xenofobia de lxs niñxs de la escuela, que se extiende a nosotrxs que provenimos del sur de Italia, y más intensa hacia lxs migrantes y, en el caso específico de Trieste, hacia gente de la misma región, por complejas situaciones historico-políticas y de territorio que remontan a la segunda guerra mundial. En parte, porque pasé los años más importantes de mi juventud en el ‘continenti’, como solía llamarlo mi abuelo con ironía, y aunque mis padres siempre nos hablaron dialecto siciliano en la intimidad del hogar, remarcando nuestra procedencia, había vivido poco en Sicilia como para poderla nombrar casa. Ahora sí reconozco que soy de isla, pero dudé durante mucho tiempo.
Kayla y Lú, crecisteis entre árboles de mango y de naranjo, y yo entre almendros y olivos, y en los domingos de reunión familiar en la finca del campo con mi abuela se jugaba a encontrar espárragos. Nos dividíamos en grupos y para nosotras había mucha competición en encontrar la mayor cantidad y llevarla a mi abuelo para que se conservara. Recuerdo el gesto de localizarlos y cortarlos a la base con un cuchillo de mango marrón, pero no recuerdo comerlos, ni cómo los cocinábamos.
Desde el campo mirábamos al Etna, que abraza las colinas de árboles de fruto y de cactus, como el algarrobo o el nopal, para luego reunirnos cerca del horno a cocinar ‘schiacciate’, típica comida de los campesinos, rellenas de coliflor, olivas y anchoa. Algunos días cosechábamos los tomates del huerto de Iano mi abuelo con la intención de encontrar allí retorciéndose a los gusanos; yo antes de comerlos muchas veces me quejaba, pero mi abuelo sabía que esta presencia se debe a la buena calidad del fruto y jamás me atreví a desobedecerle.
Estos hábitos familiares se interrumpieron al mudarme al norte, y se volvieron segmentos de una historia pasada antes de que yo pudiera percatarme del cambio, en lo más íntimo la mudanza era para mi algo efímero, y sólo más tarde entendí las consecuencias de estos movimientos apresurados de arriba hacia abajo y al revés.
Si algo significaron las dieciocho horas de viaje fue la huida de la lentitud del campo, la llegada a una ciudad que no nos quiso. Mis padres siempre distinguieron la semilla pero yo la perdí infinitas veces antes de hallarla en mi aceptación más recóndita. Después de estancias tambaleantes do continenti la encontré solo en la vuelta a la ruta previa, en el movimiento hacia atrás, de Scilla a Cariddi hasta el estrecho de Mesina. Y hasta las laderas del Etna donde originó todo.
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